ENSEÑANZA


VERDADERA SABIDURÍA.

Tomado de mi comentario a Apocalipsis.

“Escribe al ángel de la iglesia en Laodicea” (Ap. 3:14-22).



          La Epístola de Santiago, es un escrito con una dimensión práctica muy grande. El escritor toma aspectos de la doctrina para aplicarlos a día a día del cristiano, enseñando lo que es la verdadera vida de fe, lejos de religión, tradiciones y profesiones. En este sentido, dedica un párrafo para enseñar acerca de la verdadera sabiduría.

13. ¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? Muestre por la buena conducta sus obras en sabia mansedumbre.

     Utilizando nuevamente una pregunta retórica, se sirve de ella para introducir un nuevo tema. Ha estado refiriéndose antes, en el párrafo anterior, la primera parte del capítulo, sobre el modo correcto de hablar del creyente. Ahora va a referirse a la forma de comportamiento. Las dos cosas están en plena sintonía. El Señor enseñó, lo que primeramente había practicado (Hch. 1:1). La verdadera sabiduría es aquella que mantiene un perfecto equilibrio entre lo que se habla y el modo de comportamiento.

         Con esta nueva pregunta el escritor desea hacer reflexionar a los lectores, no tanto para que la respondan, sino para que procedan a un examen personal de sus propias vidas. La pregunta formulada tiene que ver primeramente con quién es sabio. La palabra se utiliza para referirse a un maestro práctico, con experiencia y habilidad, estos entrarían de lleno dentro de los verdaderos maestros, no de quienes se consideran maestros sin serlo (v. 1). Al sustantivo sabio añade también el adjetivo epistëmön, que califica al sabio y lo considera como quien es entendido, que sabe, instruido, versado, ducho, docto. En general pregunta por los maestros con capacidad científica, diestros, y que, por ello, son superiores en conocimiento a los demás y capaces para enseñar a otros (2 Ti. 2:2). Está dirigiéndose, como viene haciendo en toda la Epístola, a creyentes en la iglesia local. Algunos querían hacerse maestros a sí mismos, y por esa sola razón ya no eran ni sabios ni entendidos. Para demostrar la realidad del verdadero maestro, introduce el verdadero test que lo avale, mediante una evidencia visible.

É    El maestro sabio muestra la realidad de su don y la evidencia de su capacidad por medio de su conducta. Anteriormente se hizo alusión a la enseñanza de Jesús sobre la forma de conocer a los verdaderos maestros mediante sus frutos, es decir, su modo de comportamiento. En ese mismo sentido Santiago apela a las obras que ponen de manifiesto el nivel espiritual de un creyente. No se mide este por lo que habla, sino por la forma de vida, consecuente con lo que enseña. De otra manera, el verdadero maestro enseña tanto o  más con el ejemplo que con la palabra, por esa razón, a quienes despreciaban a Timoteo por ser joven, lo aceptarían por su ejemplo de vida (1 Ti. 4:12).

         Al creyente que se considera sabio y entendido se le demanda aquí que deixavtw, muestre esa realidad por medio de su buena conducta. La forma verbal está en aoristo de imperativo, por lo que debe asumirse no tanto como un ruego sino como un mandato; equivale la expresión a muestre definitivamente esa realidad por su conducta. No se trata de una opción, sino la necesidad de una evidencia visible. Al igual que antes se enseñó que la fe debe mostrarse por las obras, así ahora la sabiduría y la capacidad, deben hacerse evidentes de la misma manera.

         La forma de mostrarlo es por su buena manera de vivir; no se trata de acciones puntuales y de hechos esporádicos, sino de la forma cotidiana en que se desenvuelve en la sociedad, en la familia y en la iglesia. No es sabio aquel que conoce mucho, sino quien vive conforme a la voluntad de Dios, como era el caso de Pablo antes de su conversión (Gá. 1:13). Quien dice que tiene sabiduría y capacidad debe aportar las pruebas que confirmen lo que dice. Esto está plenamente vinculado con la fe. Es necesario establecer el hilo conductor de la fe en toda la Epístola. Antes se estuvo refiriendo a la demostración de la realidad de la fe, mediante obras concordantes con ella e impulsadas por ella. Es necesario que el que enseñe a otros sea una persona fiel (2 Ti. 2:2). La fidelidad se evidencia no en palabras sino en obras, propias de un creyente fiel.

         Las obras que ponen de manifiesto la verdadera sabiduría y capacidad, han de llevarse a cabo, literalmente en mansedumbre de sabiduría, o lo que es igual en sabia mansedumbre. La mansedumbre es condición propia del discípulo de Cristo, como Él mismo demandó: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29). Aprender de Jesús es mas que adquirir conocimiento, no se trata de asunto intelectual, sino de identificación personal. El aprendizaje con el Maestro es admirable, porque Él es manso, por tanto puede enseñar al peor alumno sin reprenderle, con toda la paciencia y la gracia necesaria para cada caso y para cada situación. Nada más elocuente que las muchas horas de enseñanza pausada y de comprensión ante la dureza de entendimiento de sus discípulos. Nunca tuvo problemas para responder a quienes venían a Él con alguna pregunta. Después de su resurrección dedicó toda una jornada de camino con los dos de Emaús abriéndoles las Escrituras y enseñándoles con autoridad, gracia y paciencia (Lc. 24:25-27). De la misma forma dedicó cuarenta días, entre la resurrección y la ascensión para enseñar a los discípulos acerca del reino de Dios (Hch. 1:3). El que sigue a Jesús manifiesta la identificación con Él en sabia mansedumbre, porque el conocimiento de Dios en la comunión del Espíritu lo hace posible, al reproducir a Jesús en la vida del discípulo. Mansedumbre es la disposición a aceptar sin reservas lo que Dios establece y asumir su voluntad sin condiciones. Dios ha llamado a sus hijos a buenas obras, preparadas ya de antemano para que sea el estilo propio de vida de cada creyente (Ef. 2:10). Una de las características de los ciudadanos del reino es la mansedumbre, que constituye además una bienaventuranza: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mt. 5:5). Mansa es la persona que cuando recibe una injuria no devuelve el mal recibido con ánimo vengativo, sino que encomienda su causa en manos del Señor y espera que Él actúe. El ejemplo supremo de mansedumbre en el obrar cotidiano es el de Jesús. A esta mansedumbre apela el apóstol Pablo para exhortar a los creyentes: “Yo Pablo os ruego por la mansedumbre y ternura de Cristo” (2 Co. 10:1). La mansedumbre alcanza la suprema expresión en la entrega personal y voluntaria que hizo de Sí mismo sujetándose al plan de redención y a la voluntad del Padre en ello (He. 10:7).

         En base a la identificación con Cristo, la mansedumbre ha de ser la forma natural del carácter de cada creyente. La mansedumbre no se expresa por sumisión a un mandamiento, sino por comunión con Cristo. La vida cristiana no es asunto de religión con normas impositivas, sino de comunión con el Señor, que se hace vida en cada uno de sus hijos, mediante la acción conformadora del Espíritu. Mansedumbre que ha de mostrarse en forma práctica en las relaciones entre creyentes. La mansedumbre ha de mostrarse en un obrar consecuente con Cristo en el plano de la relación familiar, donde cada miembro se somete a los otros buscando, no su propio bien y mucho menos sus derechos, sino el bien y beneficio de los otros (1 Co. 10:24). Mientras que la ignorancia conduce a la arrogancia, la fe lleva al amor. En una vida que habla de fe y de sabiduría, pero que no se manifiesta en obras de sabia mansedumbre, algunas veces el liderazgo de la iglesia, disciplinan a los miembros que se oponen, no a la enseñanza bíblica, sino a su voluntad personal. En ese mismo abuso de autoridad, los líderes no revestidos de mansedumbre, ponen cargas no bíblicas de usos, formas, costumbres, etc. Enseñándolos como mandamientos de Dios, sabiendo que son sólo mandatos y costumbres de hombres, haciendo de los santos de Dios un pueblo de esclavos. La verdadera mansedumbre, lo mismo que la fe, demanda necesariamente una evidencia visible de ella por medio de obras consecuentes. Alcanzar la experiencia personal de un carácter manso es la mejor evidencia de estar en comunión con Cristo y en seguimiento de Él. Una evidencia de la mansedumbre es la humildad.

14. Pero si tenéis celos amargos y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad.

     Son evidentes los problemas espirituales en la iglesia primitiva entre los creyentes. La expresión condicional pero sí, con que se inicia el versículo no es una posibilidad sino más bien la afirmación de una existencia, como si dijese: ya que. Entre los cristianos había algunos que en lugar de un corazón lleno de sabia mansedumbre, lo estaba de celo amargo. En el griego del Nuevo Testamento la palabra zëlon, se puede usar para referirse a intereses buenos (Jn. 2:17), como a intereses malos (Hch. 5:17). En el contexto del versículo es necesario entender esto como celo dañino, teniendo en cuenta el adjetivo pikron, que lo califica de amargo.

         Los celos amargos, son muchas veces envidia que amarga el corazón del que desea poseer lo que otro tiene y no lo alcanza. Santiago orienta la exhortación en esa dirección, al decir que junto con los celos amargos tienen también rivalidad, generada, con toda seguridad, por la envidia. Los lectores, o por lo menos algunos de ellos, estaban envueltos en rivalidades. La causa que los generaba eran los celos amargos, resultado de un conocimiento soberbio que generaba un más alto concepto de ellos mismo que el que era real. Así se entiende la progresión que comenzaba por quererse hacer maestros (v. 1), y terminaba en rivalidades a causa de los celos amargos de no poder conseguir lo que deseaban. Pudiera ser que estos tuviesen un conocimiento correcto de las cosas, pero era estéril por cuanto estaba falto de amor (1 Co. 8:1). Este tipo de maestro que no tiene un corazón lleno de sabia mansedumbre no sirve para enseñar a nadie conforme a la sabiduría de Dios, porque él mismo no sabe nada como debiera saberlo (1 Co. 8:2).

         Una situación personal semejante generaba rivalidades, que es una disposición contenciosa en el corazón que saldrá al exterior más tarde o más temprano (Lc. 6:45). Tiene que ver esto con un espíritu partidista y sectario. El espíritu sectario comenzaba en el corazón que tenía celos amargos. En esta situación hay una enorme dificultad para rectificar la conducta, porque hay un tesoro personal que controla el corazón, de manera que “donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt. 6:21).
    
     Vinculada con la evidencia de una situación contraria a la sabia mansedumbre, el hagiógrafo establece una amonestación: “no os jactéis, ni mintáis contra la verdad”. El mandamiento de dejar de jactarse está dirigido a quienes estaban considerándose como maestros capaces de enseñar a otros. Estos debía dejar de vanagloriarse en lo que creían ser. Una jactancia semejante es mentir contra la verdad. En el contexto tiene que ver con una mentira directa, no en palabras sino en conducta, contra la verdad del evangelio. Un espíritu celoso y arrogante contradice la realidad del mensaje que pretendían enseñar. Incluso podría estar pidiendo Santiago que dejasen la hipocresía que trataba de ocultar con una piedad aparente y un compromiso con la enseñanza bíblica, la corrupción moral y espiritual que había en ellos.

         La situación no ha sido cancelada por el tiempo transcurrido desde los días de Santiago hasta nuestros días. El verdadero maestro bíblico, capacitado por el Espíritu y que vive a Cristo, tiene necesariamente que estar lejos de sentir celos amargos, porque considera que la enseñanza es un privilegio de servicio y no un medio de lucimiento personal. Los que sin don de maestro, o incluso teniéndolo viven sin el control del Espíritu Santo, suelen estar llenos de celos amargos. Son aquellos que buscan los mejores lugares en las concentraciones de creyentes y luchan por ocupar el mejor momento en el púlpito en las ocasiones especiales. Estos fatuos, arrogantemente hinchados, son incapaces de reconocer dones más especiales y capacidades mayores que las que ellos suponen tener. Siempre consideran a otros como inferiores a ellos y desprecian a cualquiera que pudiera hacerles sombra. No son capaces de sentarse a escuchar la enseñanza de verdaderos maestros bíblicos, porque son incapaces de oírlos con humildad. Cuando alguno les supone un obstáculo en sus pretensiones arrogantes, buscan cualquier pretexto para actuar en su contra, procurando desprestigiarlo personalmente para que caiga en entredicho. Son quienes en un alarde de defender lo que llaman sana doctrina, levantan maledicencia contra los que verdaderamente conocen la Palabra. Sus lenguas inflamadas por el fuego del infierno, no dudan en calumniar o decir medias verdades, que son las peores mentiras, contra quienes son realmente maestros conforme al corazón de Dios. A lo largo de los últimos años, creyentes llenos de amargura y celos, se erigieron como valedores de la verdad bíblica, para alejar a los maestros de las congregaciones. Usando este argumento están, como dice Santiago mintiendo a la verdad. Su doctrina puede ser ortodoxa, pero sus obras la contradicen de tal manera que son lo más pernicioso para enseñarla. Grandes maestros en grupos evangélicos conservadores fueron desterrados de los púlpitos, privando con ello a los creyentes de una enseñanza poderosa, porque hubo otros que se hicieron maestros a ellos mismos, pero carecían del espíritu de humildad propio del maestro bíblico. Suelen estos llenos de amargura, alardear de lo que no conocen, quedando generalmente en evidencia delante de quienes, además del don de maestro dado por el Espíritu Santo, son además capaces por el estudio de la Escritura y de las lenguas bíblicas para interpretarla. Estos maestros contenciosos, arrogantes y envidiosos, con corazones llenos de celos amargos, han hecho un enorme daño a la iglesia con el ejemplo de su conducta.

15. Porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica.

     La sabiduría a que se refiere es del versículo anterior, mero conocimiento que se manifiesta en una forma de hablar desmentida por la conducta del que trata de constituirse en maestro. Esta es una sabiduría falsa. La verdadera sabiduría es la que procede directamente de Dios (1:5; 3:17). El origen de la sabiduría que se menciona en el contexto no es celestial, ya que esa clase de sabiduría produce celos amargos y contiendas. La falsa sabiduría procede del orgullo humano y no de la gracia divina. Por tanto no es esta la sabiduría que desciende de arriba, ya que lo que procede de Dios es siempre un don perfecto y un regalo bueno (1:17). La sabiduría no es celestial, porque refleja todo lo contrario en el carácter del maestro.

     Si la sabiduría antes mencionada no es de procedencia celestial, no desciende de arriba, entonces la única opción es que procede de abajo, esto es, del mundo contrapuesto al celestial.

         Santiago utiliza tres adjetivos para calificar la sabiduría que no es celestial. En primer lugar dice que es una sabiduría epigeios, terrenal. El sentido de este adjetivo es sinónimo de mundana, propia de los hombres que viven en el mundo y que no han sido regenerados por el Espíritu. Esta sabiduría no solo es contraria a la celestial, sino que se opone a ella. El mundo tiene una sabiduría que es vanidad, porque considera vana la única verdadera sabiduría, la que procede de Dios. Para el hombre no regenerado la sabiduría contenida en el evangelio es locura (1 Co. 1:18). La sabiduría humana es terrenal porque nace y procede de este mundo. El mundo es un orden estructurado por Satanás para oponerse a Dios. En este sistema la humildad personal y la mansedumbre desaparecen para dar paso a la vanagloria de la vida, la santidad a los deseos de la carne, la espiritualidad a los deseos de los ojos (1 Jn. 2:16). Se trata de una sabiduría apta sólo para actividades terrenales o propias del mundo.

         El segundo adjetivo usado es phuchikë, animal. Se trata de una sabiduría propia de la naturaleza humana que surge de la condición natural del hombre. Es una sabiduría incompatible con aquella que surge o procede del Espíritu. La naturaleza animal, es aquella que se alcanza por los sentidos y no exige una disposición sobrenatural como es la que viene de Dios por medio de su Espíritu. La contraposición entre ambas sabidurías es evidente: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co. 2:14). Santiago pone de manifiesto el contraste que existe entre la sabiduría humana y la sabiduría celestial.

         El tercer calificativo es daimoniödës, literalmente demoníaca, esto es, procedente e impulsada por los demonios. La mayor evidencia está en que los que se querían constituir como maestros entre los creyentes a quienes se dirige la Epístola, manifestaban una espiritualidad sustentada en “celos amargos y contención” (v. 14), unida a la arrogancia personal que querer ser lo que Dios no había determinado, espíritu propio de quienes son impulsados por los demonios. El que abandona el ámbito de la fe y la dependencia que en ella se produce, sigue a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios (1 Ti. 4:1).

         Son interesantes las palabras del Dr. Carballosa, llamando a una reflexión personal, al referirse a este aspecto:

         “Las palabras de Santiago son como el sonido de trompeta para los cristianos de hoy. ¿Qué clase de sabiduría reina en el pueblo de Dios hoy? Satanás, por medio de sus demonios, procura inyectar discordia, orgullo, vanidad, rivalidad y herejías en el pueblo de Dios. Munas congregaciones, grupos eclesiásticos e instituciones han sucumbido ante el engaño satánico por no haber apelado a la sabiduría que proviene de Dios”

16. Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa.

La evidencia de la sabiduría terrenal se manifiesta por las obras que acompañan, no sólo a la vida de los maestros que la utilizan, sino a todos los que están bajo su influencia. La obra destructora que proviene de la influencia de la carne, puesto que la sabiduría es terrenal, da cabida a una serie de manifestaciones pecaminosas que se sitúan aquí como en un incremento sobre cada una de ellas, hasta alcanzar la vileza en el modo de actuar.

         La primera dificultad que provoca la sabiduría carnal, son zëlos, celos, manifestación de una rivalidad ambiciosa. Cada uno de los maestros que están bajo la influencia de ese tipo de sabiduría son contenciosos entre ellos mismos buscando, como los fariseos las primeras sillas en las sinagogas, y las alutaciones en las plazas (Mt. 23:6-7). La vanidad y el orgullo son evidentes en ellos. No se condena el hecho de ocupar los primeros lugares, sino el amor hacia ellos para hacerse notar. Los hipócritas manifiestan un amor tan grande por el yo personal que raya en la egolatría. Su deseo, en tiempos de Jesús, como en el entorno en que escribe Santiago, como ahora, es el de ser considerados por las gentes como superiores en conocimientos y en capacidad. En contraposición quienes son maestros conforme a la sabiduría celestial, expresan en su vida la mansedumbre y humildad que requiere lo que enseñan, respaldando con su ejemplo la enseñanza que comunican. Quienes viven pendientes de ser admirados por su aparente capacidad para enseñar, están saturados de celos hacia quienes consideran como un obstáculo en alcanzar los primeros lugares, generando con ello una rivalidad contenciosa. Son incapaces de dejar de contender con otros porque son incapaces de renunciar a su arrogancia personal.

         El segundo elemento contrario a la sabiduría divina y consecuente con el primero considerado antes es la epitheia, rivalidad, un sustantivo de amplio significado que tiene también la connotación de lucha, intriga, interés personal, egoísmo. Para conseguir sus propósitos se rodean de grupos que les son adictos para enfrentarlos a otros que consideran como competencia personal. Algo de esto ocurría en Corinto con los grupos que seguían a maestros de este tipo, pero que para darles mayor apariencia de lealtad a la fe, se consideraban como seguidores de alguno de los grandes hombres de Dios de aquel tiempo. Así unos eran de Pablo, otros de Pedro, otros de Apolos y, para aparentar aún mayor fidelidad, otros se titulaban como de Cristo (1 Co. 1:12). Todos estos no estaban siendo conducidos por el Espíritu sino por la carne, de ahí que el apóstol Pablo les reconvenga con estas palabras: “Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces, ni sois capaces todavía, porque aún sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres? Porque diciendo el uno: Yo ciertamente soy de Pablo; y el otro: Yo soy de Apolos, ¿no sois carnales?” (1 Co. 3:2-4). Contención es el resultado de seguir la sabiduría animal, siguiendo a los hombres. El problema persiste en el tiempo. De ahí se derivan los conflictos entre los seguidores de las distintas escuelas teológicas. Conflictos graves muchas veces por cuestiones interpretativas que no afectan a doctrinas fundamentales sino a generales. Crispación por cuestiones intranscendentes que abandonan lo fundamental para enfrentarse por lo accesorio. Conflictos entre las distintas posiciones denominacionales, enfatizando los principios propios de cada grupo, pero olvidando la realidad de que todos los creyentes son un cuerpo en Cristo. Dificultades que los infantiles que viven al impulso de la carne y no de Espíritu generan procurando el desprestigio de quienes no piensen en todo como ellos. Quienes tildan de herético cualquier pensamiento contrario al suyo y anatematizan a todo aquel que discrepa de sus formas y tradiciones. Esta es la sabiduría terrenal y animal, que se manifiesta primero en celos y luego en contiendas.

         La tercera manifestación de la sabiduría que no procede de arriba, y consecuencia de las dos anteriores, es la akatastasia, confusión, desorden, agitación. Se trata de un estado de desorden provocado por el ansia de los que enseñan sin haber sido llamado para ello. Este estado, que podríamos llamar, de anarquía, alcanza y se extiende a toda la congregación. El apóstol Pablo advierte a Timoteo de la enseñanza propia de palabreros, que son los que viven una fe fingida, quienes “queriendo ser doctores de la ley, sin entender ni lo que hablan ni lo que afirman” (1 Ti. 1:7). Estos maestros conducen a quienes enseñan a prestar atención a lo que no tiene importancia, “a fábulas y genealogías interminables, que acarrean disputas más bien que edificación de Dios” (1 Ti. 1:4). Quienes enseñan estas cosas no lo hacen ajustándose a la doctrina que es conforme a la piedad, por tanto este maestro “está envanecido, nada sabe, y delira acerca de cuestiones y contiendas de palabras, de las cuales nacen envidas, pleitos, blasfemias, malas sospechas, disputas necias de hombres corruptos de entendimiento y privados de la verdad, que toman la piedad como fuente de ganancia” (1 Ti. 6:4-5). Cualquier creyente sincero, y todo maestro bíblico es exhortado, no solo a apartarse de los tales, sino a evitar su forma, como el apóstol exhorta a Timoteo: “Mas evita profanas y vanas palabrerías, porque conducirán más y más a la impiedad” (2 Ti. 2:16).

         Finalmente la falta de sabiduría de lo alto, conduce inexorablemente a toda vil acción. Literalmente a una obra perversa y ruin. Inevitablemente una cosa conduce a la otra. Quien tiene celos, llegará a la contención, esta producirá agitación o desorden y, finalmente concluirá en una obra ruin. La expresión obra vil, no quiere decir tanto lo que es manifiestamente malo, sino también todo aquello que es estéril, o inútil, lo que no produce ningún fruto para Dios. Es una contradicción contra la verdad, porque los que pretenden enseñarla viven una conducta no conforme al Espíritu, sino según la carne. Donde existan envidas y rencillas no podrá evitarse todo género de males. El desorden se opone al orden establecido por aquel que es Dios de paz (1 Co. 14:33). La verdadera sabiduría que está sostenida en el amor, une y edifica a los creyentes; por el contrario, aquella que es animal, terrenal y demoníaca, conduce a lo propio del demonio que es la envidia, rencilla y desorden. Como en todo el pensamiento de la Epístola, Santiago tiene un gran interés por la vida cristiana práctica y no por la teórica o intelectual. Aquel que obedece la doctrina vive conforme a ella y pone de manifiesto la realidad de su compromiso de fe.

La sabiduría celestial (3:17-18).

17. Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía.

     En contraste con la sabiduría terrenal, está la que procede de arriba, esto es la que corresponde y procede de Dios. Procediendo del cielo es un don que el Padre de las lumbreras, otorga y envía como regalo perfecto a los suyos (1:5, 17). Esta se contrapone por su origen, sus perfecciones y sus consecuencias, a la falsa sabiduría procedente del mundo. Santiago en una frase corta pero enfática escribe escuetamente: Pero la sabiduría de arriba, el verbo proceder, se le supone en la frase.

     El escritor va a utilizar ocho calificativos para describir la sabiduría que procede de arriba. Para introducir la descripción general utiliza una frase marcadamente enfática, con el adverbio primeramente, seguido de la partícula afirmativa meVn, que aquí puede traducirse por ciertamente, a la verdad. Quiere decir que a la verdad la primera característica de la sabiduría celestial es pura. El adjetivo proviene de la misma raíz que santo, en ese sentido es una sabiduría pura porque no tiene contaminación, ni es mala como la anterior. Es una sabiduría contraria a la animal porque está libre de toda pasión humana, de todo error y de todo pecado. Esta sabiduría no puede estar presente en el alma no regenerada que sirve al pecado, porque es una emanación de Dios mismo, al proceder de Él. La verdadera sabiduría de Dios está en Cristo y por Él nos es comunicada en la acción dinámica del Espíritu, solo perceptible para el creyente ya que solo “para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios” (1 Co. 1:24). Esta primera característica de la sabiduría de Dios, no deja opción alguna para la sabiduría terrenal y humana, sino que la contradice. Los cristianos son insensatos para el mundo, porque la sabiduría de Dios le es locura, sin embargo “lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios… y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es”, todo ello para “que nadie se jacte en su presencia” (1 Co. 1:27a, 28, 29). Frente a la sabiduría terrenal que sirve de elemento para jactancia humana, la sabiduría que desciende de lo alto, evita este pecado ya que se acepta como lo que es: don de Dios, que nos es otorgada en Cristo en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría (Col. 2:3). Cristo es santo, esto es inmaculado, puro, por tanto, quienes tienen su sabiduría lo son también (1 Jn. 3:3).

         El segundo calificativo de la sabiduría de lo alto es pacífica. Este aspecto determina la actitud del creyente. El don de la sabiduría celestial se aprecia en un temperamento controlado por la paz. No sólo el creyente sabio es amante de la paz, sino que aquí es también portador de la paz, como fruto apacible de justicia  (He. 12:11). Esta sabiduría concuerda con la condición espiritual del creyente por la que es bienaventurado: “Bienaventurados los pacificadores” (Mt. 5:9). La sabiduría que desciende de lo alto, impulsa al creyente a vivir la paz y, por tanto, a buscarla insistentemente. Paz en el sentido bíblico tiene que ver con una correcta relación con Dios, como disfrute consecuente por haber sido reconciliado con Dios (2 Co. 5:18-19). El que ha sido justificado por medio de la fe, está en plena armonía con Dios y siente la realidad de una paz perfecta que sustituye a la relación de enemistad anterior a causa del pecado (Ro. 5:1). El Señor vino al mundo con el propósito de matar las enemistades y anunciar las buenas nuevas de paz (Ef. 2:16-17). La vinculación con Cristo no puede tener otra consecuencia que experimentar Su mismo sentir (Fil. 2:5). Por tanto la paz es una consecuencia y una experiencia de la unión vital con Cristo. La identificación con Él dota al creyente de sabiduría celestial y lo convierte en algo más que un pacífico, lo hace un pacificador. Esto es la forma natural de testimonio de quien vive la sabiduría que procede del Dios de paz (1 Ts. 5:23). No se trata de asuntos religiosos o de teología intelectual, como ocurre con la sabiduría terrenal, sino de una experiencia vivencial y cotidiana que le conduce a anhelar la paz con todos los hombres y hace todo lo posible por estar en paz con todos (Ro. 12:18); siente la profunda necesidad de seguir la paz (He. 12:14). Estos son creyentes que tal vez hablan poco de paz, pero viven la experiencia de la paz. No son conflictivos, como los maestros con sabiduría terrenal, buscando agradarse a ellos mismos, sino que son capaces de renunciar a sus derechos con tal de mantener la paz. La paz de Dios se ha hecho vida en ellos, gozándose en esa admirable experiencia. No hay dificultad ni problemas que logren inquietarlos en su vida cristiana, por tanto, al no estar ellos inquietos, no son instrumentos para inquietar a otros. La diferencia entre un maestro con sabiduría terrenal y otro con sabiduría celestial, es que el primero suele hablar de Dios y su obra de paz, el segundo vive al Dios de paz de tal modo que no necesita palabras para hablar de la paz. En contraste con la sabiduría terrenal que es fuente de envidias y rivalidades, el camino del sabio conforme a la sabiduría divina es un camino de paz, ya que “sus caminos son caminos deleitosos, y todas sus veredas paz” (Pr. 3:17). La paz de Dios lo controla en tal medida que todo a su alrededor respira paz.

         Una tercera condición es que la sabiduría “que es de lo alto” es condescendiente. El adjetivo tiene un amplio campo de significado, tal como dulce, indulgente, afable, bueno, comprensivo. Define también la actitud propia de quien es razonable y considerado en todas sus opiniones. Mientras que la sabiduría de los hombres es intransigente, la que procede del cielo es capaz de sopesar las opiniones de otros y valorarlas antes de emitir su propia opinión. Es aquel que está siempre dispuesto a aprender de otros y a valorar sinceramente sus opiniones. El sabio conformado con la sabiduría divina evita considerar su opinión como la única posible y considera que el pensamiento de otros es válido por cuanto ellos mismos pueden ser tan capaces o incluso más capaces que él; este nada hace “por contienda o por vanagloria”, sino que estima “a los demás como superiores a él mismo” y no mira “por lo suyo propio, sino… también por lo de los otros” (Fil. 2:3-4). Esta sabiduría evita la contención que produce la sabiduría terrenal.

     La cuarta condición de la sabiduría celestial es benigna, o tal vez mejor, complaciente. El adjetivo define aquello que es comprensivo, abierto a razonar, dócil, persuasiva, complaciente. Determina la actitud del creyente que debe ser abiertamente cooperador. La característica que elimina absolutamente las rivalidades porque permite trabajar conjuntamente con otros mirando sólo al Señor y agradeciéndole poder ser instrumento en Su mano para edificación de Su pueblo. Es, según dice el Dr. Carballosa citando a Hiebert, “la que tiene una actitud conciliadora y está dispuesto a cooperar cuando se le muestra un mejor camino”. El sabio conforme a la sabiduría divina tiene un estilo de vida contrapuesto al espíritu contencioso. No es una actitud soberbia y caprichosa.

     mesthV ejlevou". En quinto lugar la sabiduría del cielo esta llena de misericordia. La palabra misericordia, es una voz latina que se compone de miser, miseria y cor, corazón. Por tanto podríamos definir la misericordia como la perfección que hace pasar por el corazón la miseria de otro. Es la compasión hacia el que está en necesidad. La misericordia procedente del cielo tiene necesariamente que ser misericordiosa por cuanto desciende de Aquel que es rico en misericordia (Sal. 103:8; Ef. 2:4). Misericordia es la expresión y acción de la actividad divina frente a la miseria humana. Sólo puede existir misericordia cuando hay un miserable. Dios, sin exigencia alguna, ama al caído, pecaminoso, rebelde y necesitado hombre, de otro modo, Dios ama al muerto en sus delitos y pecados que es, por propia condición, un acreedor de su ira en lugar de serlo de su amor. Una actuación semejante pone de manifiesto la dimensión del amor divino: “Dios es rico en misericordia”. Los recursos de la riqueza en misericordia son tan infinitos como lo es Él mismo. Por tanto, la salvación, en sus múltiples expresiones o manifestaciones, es la consecuencia del amor de Dios. No se trata de un amor de correspondencia, sino de un amor incondicional, orientado hacia quienes nunca merecieron tal afecto. Es un amor eterno mostrado antes de cualquier evento, al que el apóstol se ha referido cuando mencionó la eterna elección en Cristo (Ef. 1:4, 5). Poco saben de la Escritura aquellos que sostienen que el amor de Dios hacia el pecador es una reacción divina ante el mal humano. El amor de Dios en todas sus manifestaciones surge del propósito eterno para salvación. La misericordia condiciona la vida del creyente para llevarlo a ocuparse de los pobres y de los afligidos (1:27; 2:15-17). No es una sabiduría teórica, sino una experiencia práctica de una vida sabia.

     La sexta característica de la sabiduría celestial es que produce buenos frutos. Es lo contrario a la sabiduría terrenal donde existe “toda obra perversa” (v.16). La sabiduría que viene como don de Dios, se manifiesta en obras o frutos de justicia (Fil. 1:11). No solo pura, es decir, sin mancha, sino como árboles cargados de fruto (Sal. 1:3). Por eso “el fruto del justo es árbol de vida” (Pr. 11:30). Es la justicia práctica consecuencia de la identificación con Cristo. Es la expresión de las virtudes cristianas que conducen a una vida recta. Para esto ha sido puesto el creyente, para llevar fruto, más fruto, mucho fruto (Jn. 15:1-8). Fruto de justicia es una vida impulsada por el Espíritu y no por la carne. Una vida concordante con la voluntad de Dios. El sabio conforme al mundo procura conseguir él sus propósitos y alcanzar por esfuerzo sus objetivos; el creyente que es sabio según Dios entiende que el fruto de justicia sólo es posible como resultado de la unión con Cristo (Jn. 15:4, 5). El cristiano es conducido por el Espíritu en la senda de justicia, manifestada en su modo de buen obrar (Ef. 2:10). Como ya se ha dicho antes, el creyente no se salva por obras, pero se salva para obras (2:26). El Espíritu Santo produce en el creyente el carácter de Cristo, en el que Dios se complace (Gá. 5:22-23). Los buenos frutos, a los que se refiere Santiago, evidencian la realidad de una vida transformada por el poder de Dios. Las demandas de Dios no pueden ser producidas por el creyente, pero sí por medio de Cristo en el creyente. El cristiano bajo la mirada atenta del mundo debe vivir de tal modo que esté libre de toda especie de mal (1 Ts. 5:22). En el contexto de la enseñanza, que está presente en el entorno de la Epístola, debe entenderse con claridad que el mensaje o la enseñanza expuesta por un maestro es interpretada para el que escucha por los hechos de quien lo pronuncia.

     Otra característica, la séptima, es imparcial, traducida por RV como sin incertidumbre. El adjetivo utilizado significa literalmente no separada, que no distingue, de ahí imparcial. Quiere decir que el sabio conforme al pensamiento de Dios, no hace distinción ni tiene acepción de personas. Esto resuelve el problema de la imparcialidad tratado en el capítulo segundo, que hacía acepción de trato entre el rico y el pobre que habían concurrido a la congregación. El que es imparcial es también el que es capaz de actuar sin incertidumbre y sin indecisiones. Es también quien no se decanta por un grupo, sino que escucha con respeto y emite su opinión de forma imparcial y sincera. El amor de esta persona es sin fingimiento (Ro. 12:9). Es aquel que sigue una línea de conducta sin rodeos y, por ello, es respetado.

     Finalmente menciona en octavo lugar la sabiduría como sin hipocresía, literalmente no hipócrita. Es una vida transparente, de ahí que algunas versiones traduce como sincera, esto es, sin nada que ocultar. Es la condición de quien no tiene apariencia de piedad, sino que es verdaderamente piadoso. Es aquel que actúa a cara descubierta, sin tapar nada en su modo de obrar. El que está dotado de sabiduría celestial obra con sinceridad, porque lo hace para complacer a Dios y no a los hombres.

         Es evidente que el espíritu de practicidad impregna la Epístola. No se trata de teorías espirituales sino del respaldo visible de las prácticas de vida ajustadas a las demandas y voluntad de Dios. No consiste en palabras que pueden ser expresión de hipocresía, a veces difícilmente detectable, sino de incluso silencios que hablar más elocuentemente con la vida que con las palabras.

18. Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz.

     Con una directa parénesis se cierra el párrafo, instando a los destinatarios a involucrarse en la práctica de la verdadera sabiduría. Ésta, que desciende del cielo, está llena de frutos (v. 17). Lo que está afirmando aquí es que los pacificadores que siembran en paz, levantarán una cosecha de justicia.

         El fruto de justicia. El sustantivo declinado dikaiosunës, de justicia, debiera considerarse aquí en aposición con fruto, lo que equivale a: el fruto que consiste en justicia. Pero también puede considerarse dikaiosunës, de justicia, como genitivo de sujeto, lo que equivaldría a: el fruto producido por la justicia. Ambas cosas son posibles. El obrar sabio produce buenos frutos, en acciones del creyente que concuerdan con la justicia de Dios. De otro modo, la sabiduría que es de Dios produce justicia y esta a su vez da los frutos correspondientes a ella.

         La misión del creyente es sembrar, lo que reportará fruto de justicia. El participio de presente indica una acción continuada y califica al que la ejecuta, como sembrador de paz. No se trata, por tanto, de una siembra ocasional, sino de una actividad permanente. El cristiano está llamado a sembrar en un ambiente de paz durante toda su vida. La cosecha de justicia es aquella que ha sido sembrada en paz.  Sin embargo debe entenderse que lo que se siembra en paz es la justicia, que de ese modo sembrada levantará una cosecha de frutos de justicia.

     Los sembradores son los que hacen paz. Anteriormente se hizo referencia a la bienaventuranza que corresponde a los que son pacificadores. Será suficiente aproximarnos aquí a la razón de la bienaventuranza de Jesús: “Porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt. 5:9). Puede que la siembra en paz y la vida de justicia traigan como consecuencia problemas, dificultades y contrariedades, sin embargo quienes son pacificadores están poniendo de manifiesto que son verdaderamente hijos de Dios. Dios reconoce a todos los que creen en Cristo como sus hijos (Jn. 1:12). Pero, estos a quienes Dios reconoce como sus hijos, el mundo debe conocerlos como tales por su conducta pacificadora, que expresa sin palabras la participación de estos en la divina naturaleza como hijos del Dios de paz (2 P. 1:4). Quienes los observen deben descubrir en ellos el carácter del Dios de paz (1 Jn. 4:17b). Estos, que experimentan en ellos la nueva vida de que fueron dotados en la regeneración, buscan y viven lo que Dios hizo en ellos, esto es, la verdadera paz. Estos pacificadores, que lo son por vinculación con Dios en identificación con Cristo, producen, por esa misma razón, el fruto de justicia en su modo de obrar. Así escribe el Dr. Lacueva:

         “Los que buscan y procuran la paz, están echando en el surco una semilla que ha de producir excelentes frutos de justicia. Hacen, pues, una labor opuesta a la de los falsos sabios, quienes, con sus envidias y rivalidades, provocan la agitación y el desorden, con lo que la justicia es violada y quebrantada”.

         Los pacificadores plantan y cosechan justicia en paz. La verdadera justicia no producirá celos amargos, contiendas y cualquier otro tipo de perversidad. La justicia fructifica solo en un clima de paz.

            Tres sencillas reflexiones sirvan para cerrar este capítulo. Primeramente la exhortación a no hacerse maestros. Equivale a asumir la condición que Dios ha provisto para cada uno con los dones que el Espíritu le ha dado (1 Co. 12:11; 1 P. 4:10). La humildad es esencial para el desarrollo de la vida cristiana, como se considerará más adelante (4:6). Quien desea enseñar a otros sin una vida de compromiso con la Palabra está poniendo de manifiesto que no ha sido llamado por Dios a ese ministerio. En segundo lugar el pasaje hizo un fuerte énfasis en el modo de hablar. Una sencilla pregunta debe ser suficiente para aplicar la lección de esa enseñanza a la vida personal: ¿Qué tipo de instrumento es mi lengua y al servicio de quién está? Sólo hay dos ámbitos en que funciona el modo de hablar: o al servicio del cielo o del infierno. La vida de paz, conduce a la bendita recompensa de frutos de justicia, a quienes siembren justicia en paz. Es posible que toda una vida de servicio se vea al final fracasada por no haber sido la propia de un pacificador.